El año pasado cumplí veinticinco
años trabajando como docente. Sin duda se trata de una fecha redonda para
reflexionar sobre el pasado, el presente y el futuro de la labor docente.
Muchos y muy profundos han sido los cambios que esta profesión ha experimentado
desde que empecé en ella. Sinceramente, no sabría decir si han sido cambios
para mejor o para peor, pero lo que es innegable es que son cambios que han
venido para quedarse pues son reflejo de los profundas transformaciones
sociales acontecidas en estas últimas décadas.
Hoy hay un consenso unánime en señalar la revolución tecnológica como el cambio social más decisivo de los últimos años. La era analógica quedó atras, enterrada por la vertiginosa era digital. Internet y, en general, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) han invadido nuestra vida cotidiana, nuestro día a día, haciéndose ya imprescindibles.
Se afirma a menudo que el mayor desafío al que debe enfrentarse la educación en la actualidad es el de integrar de manera plena y definitiva esas tecnologías. Se echa en cara a los centros educativos y a los docentes que, en lo esencial, siguen usando metodologías del siglo XX (¡¡incluso XIX!!) para enseñar en un mundo digital a unos alumnos que nada tienen en común con los de aquellas épocas. Alumnos que algún experto denominó "nativos virtuales" y que demandan una educación que ha de estar en sintonía con el mundo en el que viven y, sobre todo, en el que van a vivir como adultos.
Con frecuencia he reflexionado en estos últimos años sobre esta problemática. Como muchos otros compañeros he ido constatando un progresivo alejamiento de mis alumnos. Cada vez siento que me cuesta más llegar a ellos, que conecto menos, que se aburren más en clase, que la metodología de la clase magistral ya no sirve, que no es suficiente con pedirles que atiendan, como si la atención fuese algo que uno puede voluntariamente dominar sin necesidad de estímulos externos que la despierten y la mantengan viva. Este sentir es compartido en salas de profesores, juntas de evaluación, reuniones de departamento, claustros... Pero la inercia y el peso de la tradición, además del miedo al cambio, suele imponerse, y año tras año va aumentando esa desazonante sensación de estar haciendo algo que ya no sirve, o, por lo menos, que ya no sirve como antes, algo que debe ser actualizado, completado, revisado... Ese algo, claro está, no es otra cosa que la propia práctica docente, nuestro trabajo diario en el aula con esos alumnos que serán los ciudadanos del mañana.
Hace tiempo que escuché hablar de la metodología de la clase invertida (Flipped Classroom). Me gustó lo que oí y decidí buscar información donde todos la buscamos hoy: en internet. Leí algo sobre sus orígenes, sobre sus propósitos, sus desafíos, ventajas e inconvenientes... En general, ví dos aspectos que me parecieron especialmente atractivos: que el tiempo de clase se use para fomentar el trabajo colaborativo de los alumnos, y que éstos adquieran un papel mucho más activo en el proceso de enseñanza-aprendizaje en comparación con otras metodologías más clasicas. Igualmente, me parece atractiva la idea de redefinir el rol del profesor
Hoy hay un consenso unánime en señalar la revolución tecnológica como el cambio social más decisivo de los últimos años. La era analógica quedó atras, enterrada por la vertiginosa era digital. Internet y, en general, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) han invadido nuestra vida cotidiana, nuestro día a día, haciéndose ya imprescindibles.
Se afirma a menudo que el mayor desafío al que debe enfrentarse la educación en la actualidad es el de integrar de manera plena y definitiva esas tecnologías. Se echa en cara a los centros educativos y a los docentes que, en lo esencial, siguen usando metodologías del siglo XX (¡¡incluso XIX!!) para enseñar en un mundo digital a unos alumnos que nada tienen en común con los de aquellas épocas. Alumnos que algún experto denominó "nativos virtuales" y que demandan una educación que ha de estar en sintonía con el mundo en el que viven y, sobre todo, en el que van a vivir como adultos.
Con frecuencia he reflexionado en estos últimos años sobre esta problemática. Como muchos otros compañeros he ido constatando un progresivo alejamiento de mis alumnos. Cada vez siento que me cuesta más llegar a ellos, que conecto menos, que se aburren más en clase, que la metodología de la clase magistral ya no sirve, que no es suficiente con pedirles que atiendan, como si la atención fuese algo que uno puede voluntariamente dominar sin necesidad de estímulos externos que la despierten y la mantengan viva. Este sentir es compartido en salas de profesores, juntas de evaluación, reuniones de departamento, claustros... Pero la inercia y el peso de la tradición, además del miedo al cambio, suele imponerse, y año tras año va aumentando esa desazonante sensación de estar haciendo algo que ya no sirve, o, por lo menos, que ya no sirve como antes, algo que debe ser actualizado, completado, revisado... Ese algo, claro está, no es otra cosa que la propia práctica docente, nuestro trabajo diario en el aula con esos alumnos que serán los ciudadanos del mañana.
Hace tiempo que escuché hablar de la metodología de la clase invertida (Flipped Classroom). Me gustó lo que oí y decidí buscar información donde todos la buscamos hoy: en internet. Leí algo sobre sus orígenes, sobre sus propósitos, sus desafíos, ventajas e inconvenientes... En general, ví dos aspectos que me parecieron especialmente atractivos: que el tiempo de clase se use para fomentar el trabajo colaborativo de los alumnos, y que éstos adquieran un papel mucho más activo en el proceso de enseñanza-aprendizaje en comparación con otras metodologías más clasicas. Igualmente, me parece atractiva la idea de redefinir el rol del profesor
En estos inicios de curso estoy
viendo que es una metodología muy útil para poder adecuar la educación a los
distintos ritmos de aprendizajes de los alumnos, y también valoro su
flexibilidad. El uso de podcast, videos... permite sacar fuera del tiempo de clase
la parte de explicación de contenidos más sencillos, que suele ser la que
tradicionalmente ocupa la mayor parte del tiempo del alumno en las aulas, para
dedicarlo a trabajar esos contenidos: ampliándolos, analizándolos con detalle
etc. De este modo, creo que se involucra más al alumno y se le motiva también
más.
De todas formas, aún tengo algunas
dudas sobre el éxito de este modelo. No sé si quizá pasada la novedad los
alumnos terminarán cansándose de él, pues es innegable que les exige trabajar
más tanto en casa como en el aula. Supongo que será cuestión de acostumbrarlos,
aunque vencer el peso de la costumbre puede ser un desafío. También está el
temor de los propios alumnos y de sus padres de que este modelo les prepare
peor para afrontar exámenes más estandarizados, como puede ser la actual EVAU.
Supongo que ese miedo solo podrá superarse una vez que el modelo esté engrasado
y lleve un tiempo aplicándose, y pueda verse estadísticamente que no supone
desventaja, ni "perder el tiempo" en clase. Sin duda, el que este
modelo se ponga en práctica de manera minoritaria en un Centro educativo
tampoco ayuda en principio a vencer las dudas sobre su efectividad.
A pesar de todo, tengo intención de
arriesgar y probar con la "Flipped Classroom". Me gusta la idea de
que los alumnos puedan ir modelando su aprendizaje con el uso de las nuevas
tecnologías y de crear un entorno más flexible. Sé que es un reto difícil y no
exento de riesgos, pero creo que es mejor intentarlo que quedarme anclado en
una metodología tradicional que, como he dicho al inicio, me parece que ya está
agotada y que es responsable directa de muchos de los problemas que se viven
dia a dia en los centros educativos: falta de interés por las materias,
comportamientos disruptivos en el aula, aprendizaje básicamente memorístico,
tiempos homogéneos para todos los alumnos sin respetar sus singularidades,
etc.
En resumen, puede decirse
que estoy solo
al inicio de un camino que no sé muy bien dónde me llevará, pero que creo
merece la pena recorrer
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